Fue la concesión del Gobierno de la época para acabar con una huelga que paralizó Barcelona mes y medio
Un día como hoy, hace cien años, los españoles estrenaban la jornada de ocho horas. Ese miércoles 1 de octubre de 1919 entraba en vigor el decreto firmado seis meses antes por el conde de Romanones, presidente del Consejo de Ministros, que dispuso que «la jornada máxima legal será de ocho horas al día, o cuarenta y ocho semanales, en todos los trabajos». La decisión, publicada en la Gaceta de Madrid, el BOE de la época (una de las últimas firmadas por Álvaro Figueroa, que acabaría apeado del cargo pocos días después), ponía a España en vanguardia de los derechos laborales en una época de gran conflictividad social, en la que las ocho horas de trabajo (las mismas que para el sueño y el ocio) se habían convertido en la gran reclamación del movimiento obrero.
Aunque había antecedentes históricos (en el siglo XVI el rey Felipe II ya había promulgado la jornada de ocho horas para «los obreros de las fortificaciones y las fábricas, repartidas a los tiempos más convenientes para librarse del rigor del sol»), fue en el siglo XIX cuando el movimiento obrero hizo bandera de la cuestión. De hecho, la lucha por las ocho horas está detrás de la celebración del Primero de Mayo, en memoria de la huelga masiva que se inició en Chicago en mayo de 1886 para reclamar el cambio en la distribución de los tiempos de trabajo. En España, el detonante para la introducción generalizada de la jornada de ocho horas fue otra movilización sindical, la huelga de la Canadiense, como se conocía a la principal eléctrica catalana de la época, que tuvo paralizada durante 44 días Barcelona y provocó la detención de miles de sindicalistas.
Con el conflicto enconado, hasta el punto de declarar el estado de guerra, y la amenaza de una huelga general en todo el país, el conde de Romanones acabó dando su brazo a torcer en el asunto de las ocho horas, que en ese mismo mes de abril de 1919 también se aprobarían en Francia, donde el Gobierno trataba de evitar el ascenso del movimiento obrero, cada vez más próximo a las tesis bolcheviques. Luego vinieron otros hitos, como el segundo día de descanso (y, por tanto, la jornada de 40 horas semanales). Pero, cien años después, el debate sobre los tiempos de trabajo parece haber encallado, silenciado por otros más urgentes, como el de la precarización del empleo y los retos de la digitalización, que amenaza con llevarse por delante muchos de los puestos actuales.
Frente a la visión optimista de economistas como Keynes, que a principios de los años treinta auguraba que a estas alturas del siglo XXI el trabajo habría sido sustituido en gran medida por el ocio e incluso llegó a especular con la implantación de una jornada de tres horas (quince semanales) en el horizonte del 2030, la realidad es bien diferente. En Francia, donde hace casi veinte años se aprobaron las 35 horas semanales, el tiempo de trabajo medio está en las 37,4, porque en la práctica muchos trabajadores han optado por aumentar su horario para conservar el empleo. Y en Suecia, pese a los bulos que frecuentemente circulan por Internet, la jornada de 30 horas fue apenas un experimento en una residencia de mayores, que enseguida se descartó porque el incremento de la productividad no compensaba, según las empresas, el coste que suponía contratar más empleados.
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