En 2017, tres encapuchados sustrajeron con facilidad en la Isla de los Museos de Berlín la Gran Hoja de Arce, un tesoro valorado en 3,7 millones de euros
Mediados de agosto en la sala 817 del tribunal provincial de Berlín. Una nube de abogados enfundados en togas negras rodean a la juez y miran con atención un folio transparente en el que se ve una mancha fucsia impresa. Tratan de descifrar la transparencia en la que el perito ha plasmado las huellas de los supuestos ladrones de una moneda de oro mastodóntica robada en plena noche del museo Bode. “Corresponden a tres guantes, los tres del mismo tamaño”, había adelantado minutos antes el experto. A su espalda, también en la pequeña sala forrada de madera, los cuatro acusados guardan silencio y bajan la mirada.
Tres pertenecen a uno de los grandes clanes familiares y criminales que operan en la capital alemana. El cuarto era el vigilante del museo la noche del espectacular crimen, del que quedan todavía demasiados cabos por atar y preguntas por responder. Entre ellas, la principal: dónde está la Gran Hoja de Arce, la segunda mayor moneda de oro del mundo. Pesa —o pesaba— 100 kilos, medía medio metro de diámetro y estaba valorada en 3,75 millones de euros.
El espectacular robo sucedió hace algo más de dos años. Fue un lunes, el 27 de marzo de 2017, a las tres de la mañana en la Isla de los Museos de Berlín. Tres encapuchados vestidos de negro se bajan en la estación de metro de Hackescher Markt, en pleno centro de la capital alemana. Saltan desde el paso elevado del tren con una escalera de mano y se cuelan por una ventana rota y con la alarma desconectada en el vestuario de vigilantes del célebre museo Bode de escultura. Acceden a la sala 243, donde se expone la gigantesca moneda de oro. Rompen la vitrina con un hacha y sacan el botín con un carrito y asombrosa facilidad. Fuera, al otro lado del río, en un parque cercano, espera un coche. Se dan a la fuga.
Fueron 16 minutos, el plazo del que disponían antes de que el vigilante terminara su ronda. En el momento del gran golpe, el guarda se encontraba casualmente en el sótano y no oyó nada. La sala carecía de cámaras. El tamaño y el peso del tesoro eran la principal medida de seguridad, pensaron en el museo. Se equivocaron.
El bochorno resultó monumental. ¿Cómo fue posible que todo fallase? Semejante robo, capaz de poner en ridículo la seguridad de la admirada Isla de los Museos berlinesa debía ser resuelto cuanto antes. En julio de ese mismo año, 300 policías registraron 14 apartamentos en Berlín. Además de las espectaculares redadas, se creó una comisión especial de investigación y un infiltrado de la policía dio con pistas clave. Se pincharon teléfonos y se grabaron conversaciones que hoy están obligados a escuchar los acusados en el banquillo.
Resultó crucial la colaboración de la empresa municipal de transportes. Las cámaras de la estación de metro captaron cómo la noche del asalto tres encapuchados caminaban por el andén. Los peritos judiciales se encargaron del resto. Analizaron el gesto de los cacos al subir las escaleras del metro. Inconfundibles, según los bioforenses. Especulaciones, según los veteranos y reputados abogados de los acusados. En las redadas fueron incautadas armas de fuego y hasta cinco coches. Los investigadores averiguaron, además, que los acusados buscaron en Internet formas de fundir el oro, y la policía encontró en el apartamento de un miembro del clan familiar documentos con el precio del metal. En uno de los coches, confiscado tras una carrera ilegal, se hallaron rastros de oro.
Un silencio total Los indicios se acumulan, pero no existe de momento ninguna prueba irrefutable que determine la culpabilidad de los sospechosos. Quedan muchas sesiones por delante de un juicio que puede prolongarse hasta 2020. Estos días, en la sala 817, además de analizar las huellas, se escuchan algunas de las conversaciones interceptadas, ante el rubor de los acusados. En una, el vigilante habla días después del golpe con un familiar sobre posibles inversiones: un café con máquinas tragaperras, una panadería tal vez... De nuevo, más indicios.
Los acusados son dos hermanos, Wayci y Ahmed Remmo, de 24 y 20 años, respectivamente, y su primo Wissam Remmo, de 22. Junto a ellos, Denis W. el vigilante nocturno del museo, también de 20, supuesto conocido de la familia. Todos veinteañeros, todos con barba recortada y con el pelo negro bien atusado. En la sala, durante el proceso, son tumbas. De momento, se hallan en libertad, pero saben bien que su vida puede dar un giro radical en los próximos meses. Pueden caerles hasta 10 años de cárcel o un máximo de cinco si son juzgados como menores (hasta 21 años en el momento de cometer el delito). Durante la audiencia, miran al techo y de reojo al móvil. Pasan las horas y no saben ya cómo sentarse ni dónde poner las manos; están incómodos. No dicen ni una palabra, pero sus cuerpos les delatan.
Mientras, no hay rastro de la gran pieza, acuñada en 2007 por la casa de la moneda de Canadá con la imagen de Isabel II en relieve. Los investigadores sospechan que, a estas alturas, la Gran Hoja de Arce podría estar triturada, fundida y repartida por medio mundo. Puede que los jóvenes del clan tengan la clave. Por el momento, guardan silencio.
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