¿Qué medidas tomaron en el Louvre, el Prado y el Palazzo Bonaparte para prevenir daños mayores? En Francia la destrucción o deterioro de un bien cultural está penado con siete años de prisión y 100.000 euros de multa; un panorama de preocupación “muy sensible”.
El 29 de mayo atacaron a la obra más emblemática de la historia del arte con una torta. Un hombre vestido de mujer, en silla de ruedas, llamó entonces a “pensar en la Tierra” frente a una "Mona Lisa" cubierta de crema. Fue el primero de una serie de atentados que vendrían meses después. Todo el mundo sabe que la sonrisa de la Mona Lisa tiene su precio. Para admirar el retrato más célebre del mundo, expuesto en el Museo del Louvre de París, hay que esperar pacientemente por lo menos diez minutos, respetar una distancia de seguridad delimitada por diferentes cordones y, sobre todo, no eternizarse. Los controles son rigurosos, mucho más desde que comenzaron a multiplicarse en todas partes los ataques contra las obras de arte.
En mayo pasado, un hombre de 36 años, disfrazado de mujer e instalado en una silla de ruedas, se lanzó inesperadamente sobre el cuadro para tirarle una torta de crema, llamando al público a “pensar en la Tierra”. Protegida desde 2005 detrás de un vidrio blindado, la pintura del siglo XVI de Leonardo Da Vinci resultó intacta, pero el tribunal de París lanzó rápidamente una investigación por “intento de degradación de un bien cultural”.
Desde entonces, la vigilancia ha sido reforzada con rondas más asiduas y más personal. Pero, según los responsables, nada permite anticipar ese tipo de ataques inesperados y espontáneos. “El personal de seguridad tiene orden de observar a los visitantes, mirar si hay grupos que se forman o comportamientos extraños… Si algo de eso sucede tienen la consigna de aislar rápidamente a la persona en cuestión y tratar de que haya la menor cantidad posible de fotos …”, dice un miembro del servicio de prensa de la institución con cierta reticencia.
Porque, es verdad, desde que comenzaron los ataques, todos los museos franceses lanzaron una profunda reflexión cuya consigna es la confidencialidad. El tema es considerado “muy sensible”. Después de las acciones espectaculares de militantes ecologistas contra Los Girasoles de Van Gogh o Los Almiares de Claude Monet, la ministra de Cultura, Rima Abdul Malak, solicitó a los museos nacionales franceses “redoblar la vigilancia”. Al mismo tiempo, las principales instituciones concernidas son muy reticentes a develar cómo tratarán de evitar las futuras acciones militantes. “Hay reflexión porque se trata de un riesgo para las obras de arte”, indicó a LA NACION una fuente del ministerio de Cultura. “Aun cuando cantidad de ellas están protegidas con vidrios de seguridad. Otras no lo están”, agregó.
Los responsables del Louvre y del Museo de Orsay de la capital francesa, que acogen algunas de las telas más célebres del mundo, se niegan a dar detalles y precisar sus estrategias futuras. “Es una información demasiado confidencial, que puede tener repercusiones en las pólizas de seguro”, precisa la Fundación Louis Vuitton, que en este momento expone Los Nenúfares de Claude Monet junto a las obras de Joan Mitchell. Aun evitando dar detalles, los responsables de las principales instituciones aseguran que “la seguridad es máxima”.
En el Louvre “todo el mundo está obligado a pasar por el detector de metales, los bolsos y carteras se depositan individualmente en la cinta transportadora para verificar sus contenidos. Ningún arma, objeto cortante o botella de vidrio puede ingresar al museo”, precisan en la institución. También se confisca la comida que traen algunos visitantes en la mano. Pero “con 30.000 e incluso 50.000 visitantes por día, puede suceder que un sándwich conservado en el fondo de un bolso o una botella de agua en plástico supere los controles”, admiten.
En Francia, “la destrucción, degradación o deterioro” de “un bien cultural que pertenece al Estado o que está expuesto, conservado o depositado, incluso en forma temporaria en un museo nacional, una biblioteca, mediateca o servicio de archivos” está penado con siete años de prisión y 100.000 euros de multa. Esa pena puede alcanzar hasta diez años y 150.000 euros “cuando es cometida por varias personas, ya se trate de los autores o sus cómplices”.
“Una acción estúpida hecha por gente estúpida” En Italia, donde el viernes pasado le tiraron una sopa de verduras a El sembrador de Vincent Van Gogh que se exhibe en una muestra en el Palazzo Bonaparte de Roma, ya desde hace años los museos más grandes e importantes cuentan con severas medidas de seguridad, iguales a las de los aeropuertos. Los visitantes no sólo deben sortear maquinaria similar a la que hay en las estaciones aéreas y pasar por detectores de metales junto a sus pertenencias sino, que además, no pueden ingresar ni con grandes bolsos ni mochilas, ni líquidos, que deben ser dejados en depósitos. Los museos más chicos cuentan con dispositivos de seguridad pequeños, como detectores de metal manuales.
Por motivos de seguridad ya desde 2016 en los Ufizzi de Florencia rige la disposición de no introducir líquidos, excepto los llamados “LAG” (líquidos, aerosol y gel) para terapias médicas o para un régimen dietético especial (que incluye alimentos para la infancia), recordó a LA NACION Andrea Acampa, de la oficina de prensa de Opera Laboratori, empresa de comunicación que al margen de trabajar con los Ufizzi, gestiona servicios agregados, entre los cuales está el de vigilancia de obras de arte a más de 50 museos de Italia.
Acampa admitió que “por supuesto” hay preocupación por el nuevo fenómeno de manifestaciones de los ambientalistas. “Es una forma de protesta que pone su mira en obras conocidas, reconocibles. Nosotros organizamos muchas muestras y hablaba del tema con Laura Bonelli, curadora de la muestra en curso ahora sobre Arte Senese en el Museo Santa Maria della Scala de Siena y ella decía que más que cuestionar a Monet o a Van Gogh o la obra en sí, los ambientalistas toman de mira a los capolavori por su valor económico”, indicó. Al respecto, precisó que entre 2016 y 2018 en los Ufizzi fueron instalados vidrios transparentes para poder admirar desde cualquier ángulo las obras, “pero muy espesos para proteger a las más admiradas y también, más frágiles, como la Venus y la Primavera de Botticelli o capolavori de Caravaggio, Michelangelo, Leonardo y Raffaello”.
Iole Siena, presidenta de Arthemisia, productora de la muestra de Van Gogh que el viernes pasado saltó a la fama después del ataque con sopa de verdura a uno de los cincuenta cuadros exhibidos, aseguró que si la pintura en la mira no sufrió daños fue porque ya se habían potenciado y aumentado las medidas de seguridad en el lugar, vistos “los múltiples y recientes atentados al patrimonio artístico internacional por parte de grupos ambientalistas”.
Subrayó, de hecho, que las cuatro chicas que protagonizaron el asalto no tenían ni bolsos ni mochilas porque el protocolo de seguridad adoptado prevé el depósito de todos los contenedores voluminosos. Y que las jóvenes se “mimetizaron” en un grupo que estaba realizando una visita guiada a la muestra y, una vez frente al cuadro, extrajeron repentinamente desde abajo de su ropa dos pequeños tarros con sopa de verdura que lanzaron hacia el cuadro.
“Dicho esto, considero que el gesto mediático, porque de eso se trata, debe ser decididamente condenado como una acción estúpida hecha por gente estúpida, que obtiene el efecto contrario al querido, porque identificar a los ambientalistas con los vándalos no ayuda a su causa, sino todo lo contrario”, opinó. “No es cometiendo acciones horribles que se crea consenso sobre temas importantes y ciertamente no es destruyendo el arte que salvarán al planeta”, siguió. Y cerró: “al final, las obras no sufrieron daños, museos y muestras se benefician de una atención mediática importante y los únicos que salen con los huesos rotos, condenados por la opinión pública y sin resultados concretos, son justamente los manifestantes”.
¿Por qué no confiscan las “latas de sopa”? El 2 de noviembre la consejera de Cultura, Turismo y Deporte de la Comunidad de Madrid, Marta Rivera de la Cruz, se dirigía por escrito al ministro de Cultura de España, Miquel Iceta, para alertarlo ante la falta de vigilancia “en diferentes museos estatales”. Tres días después, dos activistas, a las 13.07, ingresaban en la sala del segundo piso del Museo del Prado donde se encuentran las dos famosas Majas, retratadas por Francisco Goya, y cometían actos vandálicos adhiriéndose con sus manos. Estos ataques afortunadamente no dañaron los lienzos, pero sí los dorados marcos. El Museo del Prado tuvo una rápida reacción para evitar estragos mayores; evacuó pronto el lugar y, a las 17, la sala, que había permanecido cerrada desde el incidente, volvió a abrirse para al público. Esa noche la noticia fue protagonista de todos los noticieros y el domingo estaba en la tapa de los diarios.
El Prado buscó transmitir una sensación de normalidad: como realiza de lunes a viernes, a las 9.50, diez minutos antes de abrir sus puertas, el domingo realizó una transmisión a través de su cuenta de Instagram. El primer mensaje oficial fue que el museo estaba abierto y que Las Majas se habían salvado, sin profundizar en los detalles del incidente. Luego, comenzó una explicación con las propiedades pictóricas y los elementos estéticos de ambas composiciones. Lejos de un tono de preocupación, alentó a la concurrencia precisando los horarios en que el acceso es gratuito.
“Se puede defender una causa medioambiental sin necesidad de poner en riesgo el patrimonio común y artístico que es de todos”, dijo Carlos Chaguaceda, director de Comunicación del Museo del Prado, quien repudió el hecho y confirmó que el incidente con las ambientalistas había sido tenso. ¿Deberían tener los vigilantes más atribuciones para prevenir esta clase de incidentes? “La solución es la concientización y la responsabilidad de la sociedad. ¿Qué sociedad hacemos para convertir a los museos en búnkeres? No es una cuestión de seguridad, porque si lo fuera, cerramos todos los museos hasta que pase esta crisis”, explicaba a los medios Chaguaceda y destacaba que 8144 personas ingresaron ese sábado al Prado ¿Cómo controlar ese flujo de asistentes que además pasan por sus bolsos y pertenencias por un escáner? ¿Se los debería cachear como en el ingreso a un estadio? Son preguntas que están aún siendo debatidas. Los aerosoles y la comida puede visualizarse en los escáneres y se incauta de inmediato, pero hay otras estrategias para ingresar con sustancias que se disuelven en agua –en los grifos del baño, por ejemplo– y pueden convertirse en peligrosos objetos. Las “latas” de sopa y otros alimentos que se viralizaron en las imágenes de las últimas semanas, por ejemplo, podrían ser en verdad vasos plásticos o de otro material no detectable. Sin lugar a dudas, los baños de los museos se han convertido también en un sitio de vigilancia.
“El Reina Sofía cuenta con planes de seguridad encaminados a evitar cualquier acto de vandalismo o acción en contra del buen estado de las obras de arte. Estos se ven reforzados en algunas zonas que puedan estar sometidas a un mayor riesgo”, informó a LA NACION la institución, que asegura que no existe “el riesgo cero”. Además de controles en la entrada (escáner y detector de metales), allí se prohíbe el acceso con comidas y líquidos, y es obligatorio dejar mochilas y bolsos grandes en los lockers. El Reina Sofía, como el Thyssen-Bornemisza cuenta con la presencia de policía “de paisano”, es decir, encubierto, en las salas para actuar con más velocidad y disuadir a los posible atacantes. En este último museo se ha optado por la cautela y el silencio oficial para no brindar más publicidad a los actos vandálicos, pero sí ha confirmado la institución a LA NACION que según el día han reforzado entre 3 y 6 vigilantes en sus salas.
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