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27 de septiembre de 2018

Una ronda nocturna de vigilancia por el Conde Duque de Madrid


Hemos hecho la ronda nocturna por el Conde Duque de Madrid, de la mano de sus vigilantes de seguridad


Se han cerrado las puertas del Centro Cultural Conde Duque, al que todos los vecinos del barrio llaman «el cuartel» por un motivo rotundamente poderoso: lo fue. Es de noche. Sopla una ligera brisa que presagia que el otoño va pidiendo rebeca para las puestas de sol. Son las nueve y media de la noche y se oye el golpe del portón de entrada. ¡Pom!

Aunque parezca que el cuartel es inexpugnable, una puerta junto a los contenedores de basura del final de la calle Negras se abre como invitación a participar en la ronda nocturna. Mati, vigilante del Conde Duque, tendrá compañía esta noche de jueves en el primero de sus paseos rutinarios por el recinto. Cada dos horas y media, la guardia de seguridad o alguno de sus compañeros repasan el estado del edificio por riguroso turno. Cada vez, uno se adentra en los pasillos negros mientras otro vigila todo desde la multipantalla del centro de control. Comprueban las posibles luces encendidas; si una gotera amenaza lo que se custodia en el interior; si los espíritus burlones tratan de llamar la atención de cualquiera o solo lo consiguen con Íker Jiménez. Solo dos personas se quedan hablando con el Conde Duque cuando el sol se marcha.

A La Ronda, una visita nocturna organizada por el Centro Cultural Conde Duque y el Ayuntamiento de Madrid y creada por la artista visual Edurne Rubio, se accede por el callejón trasero del inmenso edificio, un pasaje que separaba al cuartel del Palacio de Liria, la principal residencia madrileña del ducado de Alba. Tanto el Palacio de Liria como el Cuartel del Conde Duque se construyeron en terrenos de la casa de Alba y, de hecho, el centro militar no se bautizó en honor al Conde Duque de Olivares, sino del III duque de Berwick y Liria, también conde de Lemos, promotor de la construcción del palacio de los Alba. Vamos, un Fitz-James Stuart de toda la vida.

Ese callejón, antes abierto, es la cicatriz que unía a dos edificios adosados de forma casi siamesa. «Aunque ahora está cerrado porque solo se utiliza para que entren los vehículos a cargar y descargar, la Duquesa de Alba y su familia lo utilizaban para salir de casa sin llamar la atención de los paparazzi», explica Mati a sus 40 acompañantes de ronda. Hace tiempo que la Duquesa de Alba dejó de huir enamorada por los callejones pero, incluso en esta noche de septiembre, una tenue luz brilla en una de las ventanas del palacio. Al fin y al cabo, es la hora de sacar rendimiento a la cuenta de Netflix tanto en casa de los duques como en los pisos de los bufones.

El edificio dejó de ser el cuartel que alojaba a la Guardia de corps. La bosta de caballo, las marchas militares y los reclutas de hormonas disparadas abandonaron el edificio hace décadas. Desde entonces, la mole ha tenido diferentes usos. Así lo explica a mitad del recorrido Guadalupe, una vecina del barrio que lleva viviendo en él los 56 años que lleva en este mundo. Edurne Rubio tira de manos libres y habla por teléfono desde el recién abierto torreón del Conde Duque. «Estuvo la Guardia Mora de Franco y sus caballerizas aunque yo viví la decadencia de aquello. En los jardines próximos, yo ya solo veía cuatro burros y dos caballos famélicos», contesta la vecina desde la cercana azotea del Museo ABC de la Ilustración.

En los años 60, el Conde Duque pasó a ser de titularidad municipal. «El cuartel estaba muy abandonado, y desde la asociación juvenil en la que nos movíamos en el barrio, hicimos una cacerolada para que esto se convirtiese en un polideportivo. Nos mandaron a fregar porque en aquella época todavía se hacían esas cosas», recuerda Guadalupe. Después de aquello, el Ayuntamiento de Madrid usó el edificio como sede de cobros de las multas de tráfico, según explica la vecina.

Un rato antes del encuentro telefónico con Guadalupe, la visita comienza por el subsuelo. Ahora mismo, el Conde Duque es un centro cultural que cobija una buena parte de la memoria de Madrid. En los sótanos que recorren Mati y su expedición, oscuros a esta hora, se guardan la hemeroteca y el Archivo General de la Villa de Madrid. Es ahí donde comenzó la ronda y es ahí donde se ubica el almacenaje inmenso y continuo de las viejas hojas censales del padrón municipal. Como explica también por llamada telefónica en manos libres la directora del archivo, Gloria Donato, «las estanterías contienen los libros encuadernados con hojas desde el año 1846. Nuestro trabajo es clasificar toda esa información para que todo lo que no está informatizado sea fácilmente accesible».

En silencio, iluminados solo por la luz de 40 pequeñas linternas, se ordenan por casa, luego por edificio y luego por distritos todos los vecinos que alguna vez vivieron en Madrid. O, como explica Gloria Donato, los que venían de visita larga. «Los registros tienen una V o una T. La V cataloga al que era vecino de Madrid, pero si la suegra venía seis meses, se señala con una T de transeúnte». Ahora solo hace falta estar bajo el cielo de Madrid para ser madrileño, «así que los registros se han simplificado y ya no incluyen datos como la parroquia de bautismo o los salarios que cobraban asistentas, médicos o militares», dice la archivera municipal.

Cuando Mati abre la puerta a la siguiente estancia, uno recoge en el bolsillo la sensación de pertenencia a una colmena que lleva hirviendo un buen puñado de siglos y camina siguiendo la luz de su linterna metálica. Mientras, ella explica que no siempre fue vigilante. «A mí, lo de la seguridad me gustaba. Me presenté hace años a una oposición a policía pero la cosa no cuajó», dice. Desde hace algo más de dos años, abandonó lo que había hecho toda la vida, cine, y se calzó la defensa y los grilletes en el cinturón. «Llevo algo más de año y medio en el Conde Duque y eso me permite llevar a cabo mi trabajo de vigilante, que me gusta mucho, en un lugar en el que se respira creatividad. Las dos cosas por el precio de una». Además, el tiempo ha hecho que Mati entienda el idioma en el que habla el Conde Duque. Ella le cuenta sus cosas al edificio, le canta y le escucha. Conoce cada rincón, cada extintor y la historia de cada estancia. Conoce el despilfarro que supone que el antiguo Museo de Arte Contemporáneo se mantenga cerrado, con todos los muebles y enseres embalados desde hace más de una década. Dinero gastado, dinero no usado.

Conoce hasta las rejas del suelo del patio que expelen el olor a papel viejo, a archivo y un aliento a una temperatura diferente a las del aire de Madrid. Son las rejas de ventilación de los archivos y las que ayudan a mantener el ecosistema de conservación adecuado. A ella le gusta pararse y oler, sentir al Conde Duque. Cuando quiere escuchar, Mati para un instante –la ronda no deja pausas muy largas– en el Museo de Arte Contemporáneo. Allí, junto al despacho de Ramón Gómez de la Serna, se zambulle en el silencio oscuro de la sala. Quizás, Mati ha perdido la percepción del Conde Duque como visitante, pero ha ganado la apreciación emocional del espacio. De alguna manera, el Conde Duque respira y vive. De esta manera, Centro Cultural Conde Duque, antiguo cuartel de caballería, habla con quienes deambulan por sus espacios.

FUENTE: www.yorokobu.es AQUÍ

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