La recolocación de los últimos 109 escoltas privados que quedaban en el País Vasco pone fin a una categoría profesional que se hizo tristemente familiar en las calles del país
Fueron legión y vivieron con la sensación agridulce de desear que desapareciera el motivo de su trabajo. Ahora que ha ocurrido, los escoltas privados hacen lo que pueden para reciclarse profesionalmente, con desigual fortuna. Las promesas que recibieron en su día no se han cumplido, sus antiguos protegidos vuelven la cabeza cuando se cruzan con ellos y su currículum laboral muchas veces es más una carga que una ayuda para buscar trabajo. Se sienten «olvidados».
Ese olvido comenzó a fraguarse el 5 de septiembre de 2010, día en que ETA anunció el alto el fuego que este fin de semana desembocará en el comienzo del desarme de la organización terrorista. La tregua trajo consigo una reducción paulatina de los servicios de protección a políticos, cargos públicos y empresarios, que se habían multiplicado desde el asesinato del concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco, en 1997. En 2009 llegó a haber 2.600 escoltas privados en activo en la Comunidad Autónoma Vasca y otros 1.400 en Navarra, que daban protección a 1.500 personas. Ahora ya no queda ninguno.
El anuncio de ETA marcó el comienzo de un proceso que ha llevado a cerca de 4.000 escoltas privados a perder su empleo y a buscar una salida profesional para eludir la condena del paro. Después de años jugándose la vida para salvar las vidas de otros, se vieron en la calle con un certificado que acreditaba sus servicios prestados y unas cuantas promesas que a menudo no llegaron a cumplirse.
El Congreso de los Diputados estudió diferentes iniciativas para recolocar a los escoltas en puestos relacionados con la vigilancia en penitenciarías o con la protección de mujeres víctimas de violencia de género, pero todo quedó en buenas intenciones. «El Gobierno nos prometió que nos daría una salida en la seguridad de prisiones, decía que íbamos a tener un trato especial por lo que habíamos hecho, pero no cumplió su promesa», recuerda Juan Luis, que fue la sombra de altos cargos en el País Vasco durante 17 años, hasta que en 2015 se quedó sin nadie a quien proteger. «Yo he tenido suerte porque tengo 40 años y me he podido colocar en Vizcaya en una empresa de transportes blindados, pero los que tienen más de 50 años no encuentran trabajo de ningún tipo», añade.
«Podríamos contar secretos, pero no lo hacemos» «El problema es que al final no nos quiere nadie. Muchos de nuestros antiguos protegidos se dan la vuelta cuando nos ven», asegura un escolta privado que, como todos sus compañeros, firmó un contrato de confidencialidad cuando comenzó a trabajar. Durante años han sido la sombra del poder y eso proporciona abundante información. «Sabemos muchos secretos», insiste un guardaespaldas, que deja caer algunos de ellos como ejemplo. «Diputados que consumen droga, mala praxis de concejales y altos cargos o reuniones que nadie imaginaría nunca», lanza. «Podríamos hablar, pero no lo hacemos», sostienen. Y no lo hacen a pesar de considerar que el trato que han recibido por parte de sus protegidos «no siempre ha sido digno». «Cuando mataron a Miguel Ángel Blanco todos obedecían a sus escoltas sin rechistar, pero poco a poco fueron perdiendo el miedo y hubo gente que comenzó a tratarles como si fueran criados. Algunos aprovechaban para mandarlos a hacer la compra», afirma el experto en seguridad César Charro. «Los escoltas saben que han ganado, que han contribuido a la derrota de ETA, han cuidado de los hijos de los políticos, conocen sus intimidades y ahora los echan a la calle», lamenta.
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