La presencia de un vigilante de seguridad privada, ya sea en un centro hospitalario o en una oficina bancaria, forma parte de la normalidad desde hace ya bastantes años. No era así en 1980, sin embargo, cuando Enrique Rivera Fernández (Santa Cruz de Arrabaldo, 1944) empezó a patrullar el recinto del polígono de San Cibrao das Viñas en Orense, uniformado, con porra, esposas y revólver de cachas blancas al cinto.
Lo había contratado el fallecido José Posada, entonces dirigente de la asociación empresarial. «Negar que en el primer momento suscitó recelos mi presencia, sobre todo dentro del propio polígono, sería absurdo. Pronto empecé a percibir, sin embargo, una clara corriente de simpatía y reconocimiento a mi trabajo», dice Rivera, genio y figura, a quien el fútbol había dado ya entonces una creciente popularidad. De aquella etapa de su vida recuerda especialmente las cinco temporadas en las que, de forma habitual, acompañaba como juez de línea al árbitro Raúl García de Loza. Era la época de los Gordillo, Schuster, o Hugo Sánchez. Se confiesa colchonero, pero ello no le impedía, según aclara, «actuar con total imparcialidad e independencia». Siempre con la ley y la norma por delante, añade.
En el polígono fue distinto. La autoridad la llevaba puesta. El uniforme le daba un aire distinto. No vestía pantalones cortos. Y poco a poco se fue haciendo con la situación. Su experiencia era el fútbol. Cuando le plantearon la posibilidad de hacerse cargo de la vigilancia de la primera zona industrial de la provincial, le advirtieron que debería hacer los cursos que necesitara para poder actuar dentro de la legalidad. Hizo lo exigido. En un primer momento se empleó a título particular. Posteriormente, se integró como empleado en Securitas, una de las firmas principales del sector de la seguridad privada. Allí se jubiló después de treinta años de actividad.
Disparos no llegó a haber durante aquellos años, pero alguna que otra situación de riesgo le toco vivir. De todas salió indemne. Pasa de puntillas sobre la actividad propiamente dicha, aunque resalta que, sobre todo en los primeros años, trabajo no faltaba. «Había mucho que limpiar», recuerda. Hizo lo que debía. «En coche, o a pie, todos los días iba de aquí para allá para controlar todas las zonas oscuras del polígono. Ver las calles limpias era lo que me daba tranquilidad», dice Rivera, que hubo de lidiar con la entrada de las primeras bandas de delincuentes procedentes de países del este europeo, cuya presencia era más difícil de camuflar en un entorno distinto al que encontró, del que habían desaparecido los coches hasta su llegada habituales, ocupados, sin luces y aparcados a deshora en las zonas peor iluminadas.
Entre 1980 y el 2010 cambió totalmente el escenario. Y el papel de la seguridad privada. Él, en cualquier caso, supo mantener en todo momento una excelente relación con las fuerzas de seguridad, igual en los primeros momentos, cuando la seguridad privada era casi una anécdota, una actividad que apenas pasaba de la custodia de los furgones blindados de transporte de dinero o de explosivos, como más recientemente, con un crecimiento espectacular y una normativa que cada día concede más competencias a este sector e impone más obligaciones a las empresas.
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