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5 de noviembre de 2014

Habituados a la precariedad y la miseria: uno de cada diez ciudadanos está en situación de exclusión severa

El elevado desempleo, la creciente desesperanza ante un futuro que no se vislumbra mejor que el negro presente y la precariedad laboral para quienes al menos han tenido la suerte de ser contratados son la rutina cotidiana de un país que va a enlazar una crisis con otra. 

Europa padeció la crisis de 2007 pero la superó. Ahora se habla de que Alemania y Francia, las dos locomotoras de la economía comunitaria, están al borde de la recesión. Si es así, volveremos a coincidir con estas naciones en un prado colmado de vacas flacas que nosotros no hemos abandonado desde hace siete años. Esta interinidad en el empleo se ceba con más ahínco en los jóvenes. Las tasas de paro juvenil duplican en bastantes ocasiones a las de la población en general. En las últimas semanas hemos conocido sentencias judiciales que obligan a los padres a seguir manteniendo a hijos que hace mucho tiempo que han alcanzado la mayoría de edad y que incluso han concluido una carrera universitaria. Jóvenes ya no tan jóvenes que siguen viviendo en la casa de sus progenitores con 30 y más años. Los jueces se acogen a preceptos del Código Civil sustentados en atender a una realidad social para dictar sentencias difíciles de imaginar en los años de la bonanza económica.

Mientras el Gobierno de España habla de recuperación y de creación de puestos de trabajo, informes y encuestas indican que solo un tercio de los ciudadanos de este país vive con cierta comodidad al tener sus necesidades cubiertas. Eso que generalmente se denomina llegar a final de mes. Nos puede parecer que un 34,3% de la población en esas condiciones es una cantidad aceptable dada las circunstancias actuales. Lo peor es que el deterioro está creciendo de manera acelerada: justo en el momento de comenzar la crisis uno de cada dos españoles disfrutaba de ese hoy envidiable nivel de vida. Actualmente, cuatro de cada diez ciudadanos sufre las consecuencias de la precariedad, uno de cada cuatro está en situación de exclusión social moderada y uno de cada diez sufre una marginalidad severa. ¿Tenían razón aquellos que, irónicamente, aconsejaban no destruir las pateras en las que arribaban los subsaharianos porque algún día podríamos necesitarlas nosotros? Aunque nadie pensó que esto pudiera ocurrir jamás, estamos a un paso de verlo. De hecho lo estamos presenciando ya porque los canarios han tenido que volver a emigrar, aunque de momento no lo hagan en barcos clandestinos como sus abuelos cuando protagonizaron la diáspora hacia América.

No se cansan de repetir los especialistas que la generalización de la pobreza y la destrucción paulatina de la clase media, aplastada por una carga fiscal insufrible, supone una seria amenaza para la cohesión social. Estamos totalmente de acuerdo. En realidad, muchas han sido las veces que nos hemos preguntado por qué a estas alturas no se ha producido una revuelta popular de imprevisibles consecuencias. Un levantamiento que no queremos fomentar -nada más lejos de nuestra intención- porque detestamos la violencia, sean cuales sean sus orígenes y sus fines, pero que se palpa en el ambiente. Una revolución que quizás se materialice -lo hemos escrito en días pasado- con la entrada en las instituciones de formaciones políticas de nuevo cuño capaces de acabar con la podredumbre de la actual partidocracia.

Ya a principios de este año señalaban algunos que España no crearía mucho empleo a lo largo de 2014, ni siquiera en el supuesto de que se cumpliesen las previsiones de crecimiento. El paso de los meses les está dando la razón a los pesimistas: a una buena noticia sobre la reducción del desempleo le sigue otra de sentido opuesto cuando se publican los datos de la siguiente encuesta. La curva del empleo se mueve lateralmente con oscilaciones arriba y abajo pero sin una clara tendencia hacia la recuperación. Lo único de agradecer es que no vuelva a los descensos casi verticales de los peores años de la crisis. No nos cansaremos de repetir que sin empleo, sin ingresos, no hay consumo, y sin consumo no hay empleo. Un amargo círculo vicioso que no conseguimos romper.

Todo esto, con ser grave, no es lo más preocupante. Lo que nos inquieta es la indolencia de nuestras autoridades. Siguen la mayoría de los políticos aferrados a sus puestos. ¿Piensan que los han ganado para toda la vida en un proceso electoral de forma similar a como lo hacen los funcionarios con los suyos? Olvidan que los funcionarios han debido superar una difícil y siempre muy competida oposición. No basta con enviar a la cárcel al gerente de una empresa pública -que en realidad ni siquiera ha ingresado en prisión- por apropiarse de una ingente cantidad de dinero. En otros países no solo estaría en presidio el presunto ladrón; también habrían dimitido, o habrían sido obligados a cesar, los responsables políticos de esa empresa pública. Las comparaciones son odiosas, lo sabemos, pero no nos queda más remedio que compararnos con los demás para saber cómo estamos realmente.

Condescendencia y aquí no pasa nada. Esa es una de las raíces de nuestro gran problema. Llevamos tanto tiempo con más de 350.000 parados en estas Islas, con las consiguientes colas del hambre, con la corrupción -los corruptos son pocos pero hacen muchísimo daño-, que esta inadmisible situación está empezando a parecernos normal. Un gran error porque nada de esto puede ser asumido sin fecha de caducidad por una sociedad que pretenda ser justa. La pobreza nunca puede ser justa; ni siquiera cuando afecta a un exiguo porcentaje de ciudadanos. Cuando alcanza las cotas que se dan en Canarias y en España, la pobreza se convierte en una infamia intolerable aunque políticos y no políticos dejen de alarmarse por su presencia.

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