Parece increíble que con más de seis millones de parados haya personas que están deseando ser despedidas. Muchas más de las que a primera vista pudiera parecer, según los expertos. Entre los casos más importantes está el de impago de salarios, ya que la rescisión del contrato permite acudir al Fondo de Garantía Salarial (Fogasa) y poder cobrar el paro. Pero hay otras muchas causas no tan legítimas; beneficiarse de las prestaciones de paro, salvar una situación de acoso difícil de demostrar, dejar un trabajo mal remunerado o poco satisfactorio... El caso es muy frecuente y está en el punto de mira de las autoridades laborales y de los servicios públicos de empleo, porque solo un despido no imputable a la voluntad del trabajador da derecho a beneficiarse de las prestaciones de desempleo. El elevado nivel de gasto en este capítulo, que se sitúa en el entorno de los 30.000 millones de euros al año, es la causa de este interés.
Algunas empresas se han visto sorprendidas en los últimos meses por controles sobre despidos que han estado generalmente fuera del interés de las autoridades laborales. En concreto, los inspectores están pidiendo información sobre casos en los que no media denuncia por parte del operario afectado, un caso muy poco frecuente, y que tiene como objetivo la persecución de un fraude subterráneo del sistema, muy difícil de demostrar cuando el empresario acepta encubrir la libre decisión del trabajador. El despido formal, con sello y firma del empleador, tiene beneficios que no se dan con el abandono voluntario del puesto de trabajo. Con frecuencia, a cambio de facilitar la ventaja que busca el asalariado, el empresario exige que su encubrimiento no le cueste dinero, es decir, no desembolsar –o recuperarla, si finge haberla abonado– la correspondiente indemnización por despido, que va de los 20 días por año trabajado a los 45. La utilidad que busca el trabajador está, fundamentalmente, relacionada con las prestaciones de paro y con la jubilación. E incluso en alguna ocasión con la percepción de ayudas sociales.
La autoridad laboral no se duerme y persigue a los parados voluntarios, hasta tal punto que llega a denegarles en ocasiones el derecho a la prestación cuando sospecha que los despidos no han sido forzosos, condición esta imprescindible para tener derecho a las coberturas correspondientes y al acceso a la jubilación anticipada. Incluso, las autoridades llegan a exigir pruebas de que el despido no ha sido voluntario investigando el cobro efectivo por parte del trabajador de la indemnización correspondiente.
En general, un asalariado tiene derecho a paro cuando ha cotizado un mínimo de 360 días por desempleo, que le permite cobrar durante cuatro meses un porcentaje de su salario del 70%. Si lleva seis años, el periodo de prestación alcanza los 24 meses y el porcentaje de salario baja al 50% tras los 180 primeros días. La prestación, que no supera los 1.100 euros, no tiene atractivo estrictamente económico, pero en algunos casos las condiciones personales de los trabajadores o las del puesto de trabajo pueden llevarlos a considerarlas como un mal menor. Salvo los numerosos casos especiales que contempla la normativa vigente, si el asalariado quiere dejar su trabajo y cobrar el paro, solo le sirve una decisión judicial si no logra un 'apaño' con el empresario. El caso más frecuente de sentencia es el de impago de salarios. Los Juzgados de lo Social ven cientos de demandas al año por esa causa en estos tiempos de crisis.
Los casos en que el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) deniega con más frecuencia la prestación de paro se encuentran, no obstante, en el abandono voluntario del empleo y la posterior simulación de un contrato temporal con otra empresa, para pasar a cobrar el paro una vez cumplida su vigencia. El SEPE considera, con frecuencia, que ese contrato debe tener al menos una duración de tres meses para que no sea sospechoso de simulación, aunque no existe un criterio fijo.
Con todo, donde las autoridades están más vigilantes es en las rescisiones de contratos de trabajadores próximos a la jubilación. Y es que un asalariado puede dejar de trabajar a los 59 años y enlazar con la jubilación ordinaria. Con 59 años de edad puede ser despedido, pasar a cobrar el desempleo durante dos años –con las correspondientes cotizaciones a la Seguridad Social– y acceder a la jubilación anticipada a los 61, eso sí, con unas muy importantes penalizaciones, que pueden llegar al 7,5% de la pensión que le corresponda por año de adelanto del retiro. Con la nueva normativa, que contempla excepciones hasta 2019, la edad mínima de retiro anticipado es de 63 años.
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