Hace cien años había en España un partido y un sindicato que se financiaban con las cuotas que pagaban sus afiliados. Lo notable de aquello es que los cotizantes eran gente con recursos muy escasos. Pese a todo, el PSOE y UGT, que así se llamaban partido y sindicato, llegaron a convertirse en poco tiempo en organizaciones hegemónicas entre los trabajadores, a los que además prestaban importantes servicios de todo tipo cuando se ponían en huelga, enfermaban o iban a la cárcel por razones de su acción política o laboral. Aquel tinglado lo montó un tipógrafo llamado Pablo Iglesias. Los rumbos políticos de ambas organizaciones en el primer tercio del siglo XX están hoy sometidos ya solo al juicio de los historiadores, pero nadie dice que su trayectoria estuviera marcada por la corrupción de sus dirigentes, o por que el clientelismo devorara la voluntad de sus militantes o por que el Estado o las empresas privadas les pudieran comprar. Sus errores fueron autónomos.
Aquel comportamiento tuvo su final antes de 1945. Los triunfantes soviéticos de 1917 comenzaron a financiar a sus organizaciones amigas, lo que no pararían de hacer hasta la caída del muro de Berlín. Los fascismos, por su parte, se ocuparon de alimentar sus organizaciones corporativas, y en la Europa occidental de la guerra fría, los Gobiernos autóctonos procuraron las ayudas a sindicatos y partidos para mejorar el Estado de bienestar, pero también para contrarrestar la influencia creciente del comunismo en la política. La CIA americana subvencionó con generosidad organizaciones de todo el mundo. Y eso dejó una cultura de la subvención que abortó cualquier tentación de independencia económica entre los protagonistas esenciales del sistema.
No es preciso extenderse sobre las verdades del barquero. La financiación torticera de las organizaciones políticas o sindicales llega a convertirlas en algunos casos en algo similar a la Mafia. El ejemplo italiano está aún muy cerca. Dos grandes partidos, el Partido Socialista de Bettino Craxi, y la Democracia Cristiana de Giulio Andreotti, fueron devorados por la insaciable voracidad de sus dirigentes, comprados por la Mafia, manipulando el dinero del Estado y la voluntad de sus votantes. La historia se los llevó por delante. Ahora UGT, la que fue una organización ejemplar, corre el riesgo de que la tormenta la barra porque una parte importante de su cúpula directiva en Andalucía ha dilapidado dinero público, europeo y español, en acciones oscuras.
El PP, con un presidente de Comunidad, Ignacio González, al borde de la dimisión; Unió, Convergència, no presentan mejor currículo. Aunque tengan militantes más comprensivos que los sindicalistas con el manejo sucio de los fondos públicos. Casi todo el mundo piensa que es urgente cambiar a fondo los mecanismos de financiación de partidos y sindicatos. Casi todo el mundo, menos casi todos los partidos y sindicatos.
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