Los defensores y los detractores de la seguridad pública y privada no paran de tirarse los trastos a la cabeza. A la inminente y paulatina incorporación de la seguridad privada a las cárceles se suma ahora la necesidad del gremio empresarial de remediar la falta de seguridad publica echando mano de las empresas privadas. Los colectivos profesionales que representan a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado están especialmente sensibles con este asunto, pues no acaban de encajar bien el empuje imparable de la seguridad privada como recurso subsidiario y complementario de la seguridad pública.
El último caso lo protagonizaron los hoteleros de Sant Antoni, una zona turística de Ibiza, hartos ya de sentirse desprotegidos por la fuerza pública, decidieron «coger el toro por los cuernos» y encarar por su cuenta los frecuentes problemas de seguridad que padecen sus clientes y establecimientos. Para ello, pusieron a patrullar a unos vigilantes privados que, uniformados y pertrechados solo con una linterna y un radiotransmisor, recorrían las calles a pie, iban de hotel en hotel y se limitaban a dar aviso a la Policía Local cuando detectaban algún incidente o situación conflictiva. Según los hoteleros, en un mes «cortaron de cuajo» los problemas de delincuencia y convivencia, en una muestra de efectividad disuasoria que resulta inaudita.
Pero al poco tiempo, la Delegación del Gobierno obligó a suspender las patrullas al constatar que su vigilancia incluía ámbitos reservados a los cuerpos y fuerzas de seguridad; finalmente las ha autorizado, pero con limitaciones estrictas a su presencia en la vía pública. Procurarse uno mismo (individual o colectivamente) la seguridad que las autoridades públicas no son capaces de proporcionar es una vieja tentación recurrente, pero suele ser un atajo poco recomendable y cargado de riesgos. En todo caso, es siempre el síntoma de un problema que las administraciones competentes tienen el deber de afrontar y resolver.
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